" ..Vuelvo con las manos vacías, todo lo he dado.
Luz de las estrellas para alumbrar el camino.
Mi corazón humilde se lo ofrecí al destino.
Regreso pobre de amor, de ensueños y de esperanzas.
Una carga de lágrimas sólo he traido,
un dolor puro y santo como un niño dormido…
Dr. Esteban L. Maradona
Maradona nació en Esperanza (Santa Fe) el 4 de julio de 1895. Descendía, por parte de su padre, de una familia gallega que llegó al país procedente de Chile en la época colonial, en los días inmediatos a cuando Juan Jufré fundó la ciudad de San Juan. En esta ciudad se radicó la familia Maradona, que a través de los años, durante la dominación española primero, dio funcionarios de relevancia, y figuras de talla histórica luego, en los albores de nuestra nacionalidad. Un Maradona fue Alférez Real bajo los Borbones y apenas producida la Revolución de Mayo diputado por San Juan a la Junta Grande de 1810/1811. Sobre esta familia (originariamente Fernández de Maradona) hay referencias en varios libros de historia lugareña, entre ellos, "Recuerdos de Provincia" de Sarmiento.
En la segunda mitad del siglo XIX, uno de sus miembros, Waldino Maradona, siendo jovencito emigró de su terruño, hizo alto en Rosario y en seguida comenzó a ejercer la docencia particular por los campos de los entonces incipientes pueblos del sur de Santa Fe. Un día fue llamado para enseñar las primeras letras en la estancia "Los Aromos" cerca de Barrancas, perteneciente a Esteban Villalba, un criollo santiagueño y a Agustina Sosa, bonaerense, de los pagos de Azul. Allí conoció a una hija de éstos, Petrona de la Encarnación Villalba, que era también apenas una jovencita, y con ella contrajo enlace en 1875.
Waldino y Petrona de la Encarnación fueron los progenitores de una familia numerosa, y uno de sus hijos fue Esteban Laureano. Éste nació en Esperanza porque su padre - hombre múltiple, como muchos de los de aquellos años -, además de maestro fue coronel de guardias nacionales, periodista, productor rural y, sobre todo, político. Esta última actividad lo llevó a cambiar varias veces de domicilio, conforme las necesidades y conveniencias de su militancia y de su Partido. Fue amigo de Sarmiento -que visitaba su casa- y de Nicasio Oroño, entre otros.
Esteban Laureano, de muy niño fue llevado a la estancia "Los Aromos", junto a sus hermanos, y allí, con ellos y sus padres, en contacto íntimo con la naturaleza, pasó los mejores días de su vida. Siendo ya muy anciano, todavía los recordaba con romántica nostalgia: la música del piano que ejecutaban sus hermanas mayores, la hermosura y la fragancia de las flores, el canto contagiosamente alegre de los pájaros y la mansedumbre del río Coronda, que pasaba junto a la casa como una cinta interminable. Sin embargo, antes de entrar en la adolescencia, se vio obligado a dejar su paraíso, pues la familia se trasladó a vivir a Buenos Aires. En ella se recibió de médico dos décadas después, en 1928.
Se instaló unos meses en la Capital Federal y luego en Resistencia, capital del entonces Territorio Nacional del Chaco. Estaba allí en 1930, cuando una revolución depuso al presidente Hipólito Yrigoyen. Él nunca había sido yrigoyenista -por el contrario, cuando estaba cursando la carrera de medicina, fue candidato a diputado nacional por el "Partido Unitario", de vida efímera-, pero interpretó que era su deber como ciudadano defender la democracia y el gobierno constitucional; y lo hizo por medio de ardientes conferencias pronunciadas en las plazas públicas. Debido a ello fue perseguido y molestado. Entonces emigró al Paraguay, y ofreció sus servicios para desempeñarse como médico en la "Guerra del Chaco" -sostenida entre Bolivia y Paraguay, y que acababa de estallar-. Se lo incorporó en la Armada y estuvo contento de que se le confiaran enfermos y heridos de los dos países, pues según sus palabras, "el dolor no tiene fronteras".
Terminada la guerra, volvió a la Argentina, a pesar de que el gobierno paraguayo le pidió que se quedara, pues era muy apreciado y había cumplido abnegadamente con su misión. Empezó siendo aceptado como un simple camillero y tres años después era Director del Hospital Naval.
Había proyectado las etapas de su viaje: regresaría a su país en barco, hasta Formosa, y allí tomaría el tren que pasaba por Salta, Jujuy y Tucumán; en esta ciudad visitaría a un hermano, que era intendente; después llegaría a Buenos Aires, donde vivía su madre. Empezó a realizarlo. Un grupo numeroso de amistades, en testimonio de afecto, concurrió al puerto de Asunción cuando se embarcó. Hubo lágrimas, signo seguro de emociones profundas. A la tardecita arribó a Formosa. Allí permaneció unos días, hasta que resolvió continuar el trayecto.
Era el 2 de noviembre de 1935. La cristiandad conmemoraba el día de sus Fieles Difuntos. Maradona vio que unas mujeres subían al tren con ramilletes de flores artificiales, como se usaban en la zona, por imposición de un sol abrasador: seguramente iban a visitar el pequeño camposanto de alguno de los pueblecitos de la línea.
El tren partió de Formosa al despuntar la aurora, rumbo a Embarcación, donde se hacía el trasbordo, y en seguida se internó en el monte. Pocas horas después comenzó a notarse que el día iba a ser de intenso calor. A la media tarde, a través de abras y arboledas, Maradona seguía su viaje según lo previsto, sin demoras ni sorpresas. Todo aparentaba, todavía, continuar su rutina.
Pero al llegar a la pequeña localidad de Estanislao del Campo, ocurrió un episodio muy difundido en nuestro tiempo por la prensa, y que lo retendría por muchos años. Una joven parturienta estaba desde hacía tres días sin poder alumbrar y muy próxima a la muerte. Al saberse que en el tren viajaba un médico, se le requirió para que la atendiera, y él logró salvar a la madre y a la niña. Pero el tren siguió su camino. El próximo pasaba a los tres o cuatro días.
En ese intervalo, la gente del lugar y de los campos vecinos acudió a hacerse asistir, y todos le pidieron insistentemente que se quedara, ya que no había ningún médico en muchas leguas a la redonda.
Convencido de que lo necesitaban, decidió quedarse a vivir en ese paraje que aspiraba a ser pueblo y permaneció allí 51 años. Curó a todos los que llegaron hasta él, sin importarle ningún tipo de retribución.
Fue, preferentemente, el médico de los pobres y de los aborígenes.
En los dos años que pasó en Resistencia había tenido ocasión de tomar contacto con algunos aborígenes, que poblaban un barrio marginal de esa ciudad. Pero el interés que éstos podían suscitar era relativo, pues su primigenio modo de vida ya había empezado a experimentar modificaciones, como consecuencia de los cambios impuestos por los pueblos que los invadieron con éxito y se adueñaron de sus dominios. Ahora, en Estanislao del Campo, iba a tener oportunidad de conocerlos en su ambiente histórico y en su estado natural, exentos de pautas culturales extrañas.
Justamente, a poco de vivir allí, vio aparecer a los aborígenes de las cercanías. Llegaban de cuando en cuando a los comercios y viviendas de los límites del poblado, ofreciendo canjear plumas de avestruces, arcos, flechas y otras artesanías por alguna ropa o alimento que necesitaban. Eran tribus de tobas y de pilagás. Habían sido soberanos en esos montes; pero ahora deambulaban por ellos como espectros en fuga: derrotados, miserables, desnutridos, enfermos y heridos de muerte por las invasiones extranjeras, que los castigaron sin razón ni piedad.
Se conmovió hasta los más profundo de su ser cuando advirtió la desventura que flagelaba el espíritu y el cuerpo de esos semejantes, y entendió que era su obligación moral aportar algún esfuerzo que contribuyera a beneficiarlos. En cumplimiento de esa demanda que sintió avasallante, sin hesitación alguna pero con absoluta serenidad, resolvió en el momento intervenir como protagonista. Fue al encuentro de los nativos y habló amablemente con algunos de ellos. No lo aceptaron enseguida; le tuvieron recelo, porque a través del tiempo otros blancos se les habían acercado, pero para engañarlos, explotarlos y maltratarlos. Él, insistiendo en su propósito, se ofreció para asistirlos como médico. Unos pocos, aunque con tibieza, accedieron,, y con ello le dieron pie para que concurriera a las tolderías.
Tuvo al principio muchas dificultades con los curanderos de las tribus, a quienes su ciencia desplazaba, y corrió, por esa causa, hasta riesgos físicos. Pero su bondad, su amor y su desinterés, se impusieron al fin. Y logró entablar amistad con algunos caciques, que aceptaron su colaboración y facilitaron su tarea.
Debe resaltarse que fue entonces cuando este hombre demostró toda la riqueza espiritual que lo animaba, ya que su empeñosa y abnegada labor por mejorar la suerte y condición de esos grupos de aborígenes, constituye uno de los hitos más importantes en el historial de su obra filantrópica. En efecto, no se circunscribió solamente a la asistencia sanitaria; conviviendo con ellos, se interiorizó de las múltiples necesidades que padecían y trató de ayudarlos también en todos los aspectos que pudo: económicos, culturales, humanos y sociales.
En ese cometido, realizó gestiones ante el Gobierno del Territorio Nacional de Formosa y obtuvo que se les adjudicara una fracción de tierras fiscales. Allí, reuniendo a cerca de cuatrocientos naturales, fundó con éstos una Colonia Aborigen, a la que bautizó "Juan Bautista Alberdi", en homenaje al autor de "Las Bases . . .", colonia que fue oficializada en 1948. Les enseñó algunas faenas agrícolas, especialmente a cultivar el algodón, a cocer ladrillos y a construir sencillos edificios. A la vez, los atendía sanitariamente, todo, por supuesto, de manera gratuita y benéfica, hasta el extremo de invertir su propio dinero para comprarles arados y semillas. Cuando edificaron la Escuela, enseñó como maestro durante tres años, hasta que llegó un docente nombrado por el gobierno.
Además de esas tareas filantrópicas, Maradona, que era un apasionado de las ciencias naturales, realizaba investigaciones sobre la gea, la flora y la fauna del lugar y anotaba sus observaciones, sus impresiones y sus ideas. Escribió muchos libros, en su mayor parte todavía inéditos. Entre ellos podemos mencionar "A través de la selva", "Recuerdos campesinos", "Historia de la ganadería argentina", "Plantas cauchígenas", "Una planta providencial", (el yacón), "Vocabulario Toba pilagá", "La ciudad muerta" (historia de los primeros días de la ciudad de Concepción del Bermejo"), "Páginas sueltas" (recopilación periodística), "Historia de los Obreros de las Ciencias Naturales (de Botánica y Zoología Americanas)", "Dendrología", y varios más.
En 1981 un jurado compuesto por representantes de organismos oficiales, de entidades médicas y de laboratorios medicinales, lo distinguió con el premio al "Médico Rural Iberoamericano". El mérito que conlleva el galardón lo hizo trascender al ámbito del conocimiento público. Había trabajado muchos años en silencio, sin ninguna pretensión ni ansia de nombradía, cumpliendo con lo que consideraba sólo obligación hipocrática y humana, y repentinamente se encontró con que su nombre había echado a andar por varios países, vinculado a una vida que parecía pertenecer a un pasado lejano y que adquiría en la mentalidad de los pueblos contornos legendarios. Y así era.
A principios de junio de 1986 - cuando ya desbordaba los 91 años - se enfermó. Entonces un sobrino que reside en Rosario, el doctor José Ignacio Maradona y su esposa Amelia, lo hicieron traer para que lo asistiesen y se quedara a vivir con su familia. Cuando lo conducían pidió que no lo llevaran a un nosocomio privado; quería que lo internaran en un hospital público, "adonde va la gente pobre". Accediendo a sus deseos se lo internó en el Hospital Provincial.
Los medios de difusión, publicaron el regreso del filántropo, enfermo, envejecido y pobre, pero aureolado de gloria. La noticia conmovió los corazones de muchos de sus comprovincianos, que concurrieron al Hospital para conocerlo y saludarlo. Ya de alta, fue llevado a la casa de su sobrino.
Mientras vivió en ésta, recibió muchos homenajes más: "Miembro de la Sociedad de Médicos Escritores", con sede en París; "Premio Florián Paucke", de la Provincia de Santa Fe; "Premio Estrella de Medicina para la Paz", de las Naciones Unidas; "Doctor Honoris Causa", de la Universidad de Rosario. También fue propuesto, por el gobierno de la provincia de Santa Fe, para el "Premio Nobel de la Paz".
Pasó sus últimos tiempos atendido y rodeado por sus deudos. El sobrino tenía diez hijos, en su mayoría niños y jovencitas, que constantemente le exteriorizaban su cariño. De una lucidez asombrosa, que conservó hasta su muerte, estudiaba, con las de más edad, cuestiones de Medicina y de Historia. En el día anterior al de su deceso habían estudiado temas sobre el Virreinato del Río de la Plata. Murió de vejez, sin sufrimientos físicos ni morales -en la santa paz de los buenos y justos- poco después de despuntar la mañana del 14 de enero de 1995; le faltaban apenas unos meses para cumplir los cien años. Fue sepultado en el panteón de la familia "Maradona Villalba", en el cementerio de la ciudad de Santa Fe, junto a sus padres.
Maradona era de físico pequeño, limitado por una talla de un metro con cincuenta y tres centímetros y una constitución delgada. Pero dentro de esa moderación, las proporciones hacían evidente acto de presencia y con ellas, una sencilla y graciosa elegancia. Además, conjuntábanse otras dotes que imprimían a la generalidad de su persona un aspecto interesante y agradable. Así, al cutis blanco lo recubrían unas facciones tan armoniosas y regulares que de ellas no merece destacarse ningún detalle en especial, como no sea violentando las leyes de la verdad y la justicia. Su frente era apenas inclinada, sus ojos pardos y más bien chicos, su nariz recta, delgada y mediana, su boca y orejas también medianas, estas últimas contiguas a un cráneo cuya nuca se prolongaba con la discreción de la justa medida. Todo ese conjunto, que visto de frente era ligeramente oval, estaba coronado por una cabellera lacia que fue de color castaño oscuro hasta que entró en la madurez, pero que paulatinamente se fue decolorando, para llegar a ser completamente blanca a poco de cruzar la línea del medio siglo. Sin embargo, se le mantuvo abundante, hasta que comenzó a ralearse un tanto en la senectud, acaso para estar a todo con la enjutez de ese rostro de asceta.
Pero es en la esfera moral donde resplandecían con toda magnitud las más estimables cualidades de Esteban Maradona, aquéllas que más lo singularizaban y ennoblecían; y a ellas debemos referirnos.
Su mente -propia para altas preocupaciones, tanto científicas como humanísticas- era absolutamente libre, su carácter dulce y jovial, su espíritu fino y bondadoso, su humildad extrema, y su altruismo sublime.
La política -que a tantos tienta y absorbe- no logró seducirlo. Cuando joven, se acercó a ella, con la fe y el entusiasmo de esos años de la vida. Pero la experiencia que vivió no fue halagüeña ni promisoria. Sea por esto, o porque no sintió en lo profundo el fuego del apasionamiento, se distanció en seguida. Y como desencantado memorioso, o voluntario desentendido, prefirió luego, para siempre, mantenerse fuera del alcance de los cánticos de esa sirena.
Como médico, nunca se afanó tras los cargos públicos, ni vivió de ellos, y atendió a todos sus enfermos con afectuosa dedicación y generoso desinterés. Varias veces le ofrecieron puestos; nunca prestó conformidad. Cuando ya era anciano, el gobierno quiso destinarle una pensión vitalicia; tampoco aceptó. Su norma inquebrantable de conducta rezaba "todo para los demás, nada para mí".
Le era ingénita e imperiosa la necesidad de prodigarse en el bien. Por eso contribuyó con su ayuda cada vez que vio una estrechez o imaginó una conveniencia para sus semejantes. El Premio al Médico Rural se adjudicaba acompañado de importante suma de dinero. Rechazó a ésta de plano, y en el mismo acto de la entrega, logró que con ese fondo, se instituyeran becas para estudiantes que aspiraran a ser médicos rurales.
Cuando vivió en Asunción tuvo una novia, la única de su vida. Se llamaba Aurora Ebaly y era una típica muchacha de pueblo, que descendía de irlandeses radicados en el Chaco-í (*), frente a Asunción, río Paraguay de por medio. Maradona vio en la humildad de Aurora su cualidad sobresaliente, y por tener en altísima estimación a esta virtud en la escala de sus valores espirituales se enamoró de esa joven nacida en el Paraguay. Pero ella falleció víctima de fiebre tifoidea, enfermedad común en épocas de guerra. Su muerte lo sumió en un dolor profundo, al que logró superar con fortaleza y resignación, en un digno silencio y en total soledad. Pero después de ese trance, y a pesar del transcurso del tiempo, no se preocupó de buscar otro amor: nunca se casó ni volvió a noviar.
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(*) En guaraní, la letra -" í "- latina y acentuada, empleada como sufijo y precedida de un guión, es diminutiva del sustantivo al que califica; "Chaco-í" significa, entonces, Pequeño Chaco, Chaquito o Chaquillo. Era, en esos años, zona de chacritas y obrajes, con alguna población aborigen y un pequeño puerto. El padre de Aurora, a la vera del río tenía un molino en el que se molturaban huesos de animales. El polvo resultante, compactado en panes, era luego enviado a Inglaterra, donde se lo utilizaba para la fabricación de porcelanas.
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En Estanislao del Campo vivía solo en una modesta casita que adquirió en 1939 en quinientos pesos. Tenía una sola habitación (que hacía de alcoba, gabinete de estudio y consultorio), una galería y una pequeña cocina, todo de pared y piso de ladrillo y techo de zinc. Al retrete y al aljibe, que estaban en el patio, los compartía con una familia vecina. No había tampoco luz eléctrica.
Vale la pena destacar todo esto, porque agiganta la dimensión espiritual del hombre. Era hijo de una estanciera, médico de profesión, y podría haber vivido como mimado de la suerte en medio de las comodidades de una gran ciudad; sin embargo, prefirió las privaciones de una zona agreste para el mejor servicio en favor del prójimo. Pudo morir millonario, pero vivió donando sus bienes y provechos para mitigar dolores y necesidades de los demás. Fue un verdadero e inagotable fontanar de virtudes, y su vida todo un ejemplo de altruismo, abnegación y filantropía.
Hoy, en Formosa, en Rosario y en la ciudad natal hay escuelas y calles que llevan su nombre, y su busto, vaciado en el bronce con que se recuerda a los prohombres de intrínseco y auténtico valer -superiores a las motivaciones e intereses de la política- hermosea la Plazoleta de la Paz en la ciudad de Santa Fe. Además, su humilde vivienda fue declarada monumento histórico por el gobierno de Formosa. Ojalá estos reconocimientos tengan la virtud de despertar vocaciones tan beneméritas como la suya. Se cumplirían sus anhelos, y sería para beneficio y enaltecimiento de la especie humana.
Abel Bassanese - Cañada de Gómez, febrero de 1996.
Extracto tomado de “Esteban Laureano Maradona, una vida ejemplar” de Abel Bassanese
FUENTE: pampagringa.com
http://www.pampagringa.com.ar/BIOGRAFIAS/MARADONA_Laureano/maradona.htm
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