“Ningún sacrificio es demasiado grande si se hace por Cristo”
Padre Damián
El mundo de la Política y de la Prensa puede ofrecer pocos héroes comparables al Padre Damián de Molokai. Valdría la pena buscar la fuente de la inspiración de semejante heroísmo. Así es como resumió Ghandi las preguntas que suscita la vida del apóstol de los leprosos. La respuesta es bien sencilla: el amor a Dios y a los hombres, por encima de la propia vida, fue la inspiración de san Damián de Veuster.
El 3 de junio de 1995 el papa Juan Pablo II beatificó en Bruselas al leproso entre los leprosos, como el propio Damián se definió en solidaridad absoluta con su gente. De tiempo atrás ya le habían glorificado como mártir de la Caridad. Y el 11 de octubre de 2009 fue canonizado en Roma por Benedicto XVI.
El 3 de enero de 1840 nace José de Veuster en Tremeloo, un pueblo belga cercano a Lovaina. Era el séptimo de los ocho hijos de la familia campesina De Veuster‑Wouster, flamencos de Brabante. Los años de la infancia del pequeño José fueron muy felices. En su familia recibió una educación cristiana, y los días fueron transcurriendo de forma rutinaria en el cultivo de la tierra y en la obediencia a las leyes de Dios. Durante su juventud, José vio abrazar la vida religiosa a dos de sus hermanas y a uno de sus hermanos.
La vocación
José deja la escuela a los 13 años para trabajar en el campo. Su padre quiere que se dedique al negocio familiar de granos, con intención de ampliarlo. Cuando cumple 18 años, vuelve a los estudios, esta vez fuera del entorno familiar, en Braine‑le Comte. Emplea su tiempo libre en solitarios paseos y escribiendo cartas a sus padres. Al mismo tiempo reflexiona sobre su posible vocación religiosa, que empezaba a despertar a través de una correspondencia frecuente con su hermano Augusto (hermano Pánfilo), novicio entonces de los Padres de los Sagrados Corazones.
Durante el verano de 1858, después de muchas horas de oración y meditación, toma la firme decisión de dedicar su vida a Dios, en la Congregación de los Sagrados Corazones. No me detengáis, porque impedir a un hijo seguir la voluntad de Dios al elegir estado, sería una ingratitud que atraería sobre vosotros un penoso castigo, escribía José de Veuster a sus padres el día de Navidad del mismo año. Ellos, buenos cristianos, accedieron a sus deseos, viendo en la vocación de su hijo una caricia de Dios. Y el 2 de febrero de 1859 José de Veuster se convirtió en el Hermano Damián, al comenzar el noviciado en la Congregación de los Sagrados Corazones.
La Congregación de los Sagrados Corazones
Esta familia religiosa había sido fundada por Pedro Coudrin y Enriqueta Aymer en Poitiers (Francia), en 1795, en la clandestinidad impuesta por la Revolución Francesa y el régimen napoleónico hasta 1815. En sus Constituciones se lee: El anuncio del Evangelio nos urge y nos hace entrar en el dinamismo interior del Amor de Cristo por su Padre y por el mundo, especialmente por los pobres, los afligidos, los marginados y los que no conocen la Buena Noticia. Buscando el Reino procuramos transformar el corazón del hombre y ampliar las relaciones fraternas y comunitarias. En solidaridad con los pobres trabajamos por una sociedad justa y reconciliada. (…) La disponibilidad para las necesidades y urgencias de la Iglesia, discernidas a la luz del Espíritu, así como la adaptabilidad a las circunstancias y acontecimientos, son rasgos heredados de nuestros fundadores. El espíritu misionero nos hace libres y disponibles para ejercer nuestro servicio apostólico allá donde seamos enviados a llevar y acoger la Buena Noticia.
Palabras que Damián graba a fuego en su alma. Su vida religiosa comienza con un horizonte de esperanza y con el deseo de llevar el Evangelio de Cristo a lejanas tierras. Pedía cada noche ante la imagen de san Francisco Javier que se cumplieran los deseos de ser un misionero, escribió su maestro de novicios.
En el lejano Pacífico
El mismo año que nació, en las lejanas islas Hawai reinaba el rey canaco Kamehameha III. Su abuelo, el gran Napoleón del Pacífico, cincuenta años atrás, había unificado las islas del paradisíaco archipiélago y fundado un reino. Y en ese año de 1840 llegó a Hawai la terrible y temida lepra. Enfermedad maldita, insidiosa, lenta, que llega sin avisar. El bacilo ataca la piel y anestesia las células nerviosas en un trabajo metódico de años. Ulcera, llaga, desfigura y, sólo al final del largo proceso, causa la muerte.
Acompañando a la lepra, otras enfermedades: sífilis, cólera, sarampión y peste bubónica ‑combinación de horror‑, se habían introducido en aquel paraíso del Pacífico. Los súbditos de Kamehameha fueron diezmados. Cuando la lepra más lenta, pero inexorable, se reveló en toda su crudeza, el Gobierno canaco reaccionó como hasta entonces lo habían hecho todos los gobiernos del mundo: aislando a los enfermos, arrojándoles fuera de la comunidad. En el ritual de Cambrai, de 1503, el leproso asistía a la misa de difuntos al lado de un ataúd y vestido de negro. Después se le llevaba a un lugar apartado.
En las Hawai, no había lugar para los rituales. Los enfermos, cazados en sus chozas, arrancados de sus familias, eran embarcados en almadias hacia la isla de Molokai. Allí quedaban confinados en Kalaupapa, una lengua de tierra aislada por una barrera montañosa infranqueable. Para el canaco, pueblo de fuertes vínculos familiares y muy marcado por la comunidad, el aislamiento era peor que la lepra. Kalaupapa era sinónimo de tumba.
Profesión religiosa
El estallido de la epidemia hawaiana se produjo con toda su virulencia en 1860. Y a partir del 1866 datan las primeras expulsiones masivas. En el Viejo Continente europeo, el 7 de octubre del 1860, en un pueblecito de las afueras de París, Picpus, en la Casa General de la Congregación de los Sagrados Corazones, el novicio Damián hace su profesión religiosa. Dieciséis meses duró su noviciado, comenzado en Lovaina y terminado en la Casa Central de París. Durante esta etapa de su vida fue afianzándose en la vida de piedad. Era un joven lleno de vitalidad y bondad. Dócil y obediente, era a la vez íntegro e impulsivo. Tuvo un maestro experimentado, a quien apreció y recordó toda la vida. Éste dijo de Damián: En mi larga experiencia, jamás he encontrado un carácter más amable y sociable.
Ya profeso, vuelve a Lovaina para cursar estudios de teología en la Universidad. Mientras tanto, su hermano Pánfilo prepara su viaje como misionero a las islas Hawai. La Iglesia Católica, tras dos décadas de persecuciones alentadas por los metodistas norteamericanos, ha logrado de la monarquía canaca la libertad de religión. Y son los Padres de los Sagrados Corazones los encargados de abrir brecha. Pánfilo tiene que formar parte de las primeras expediciones, pero la Providencia dispone otra cosa, y Pánfilo cae enfermo de tifus cuando estaba atendiendo a los apestados.
Misionero
El 2 de noviembre de 1863, sustituyendo a su hermano enfermo, Damián embarca en el puerto alemán de Bremen con destino a Honolulú. Está en la plenitud de su juventud, sin cumplir aún los 24 años, y sin haber sido todavía ordenado sacerdote. Pero empieza a ver realizada su ilusión de ser misionero. Antes de zarpar escribe a sus padres una carta de despedida: Pedid a Dios que tenga el coraje de cumplir en todo, en cualquier lugar y siempre, la santa voluntad de Dios: en eso consiste toda nuestra vida… En nuestras oraciones sobre todo, pensemos los unos en los otros y unámonos siempre a los Sagrados Corazones de Jesús y de María. En ellos permanezco siempre. Vuestro hijo afectuoso.
Tras 139 días de navegación sin escalas, el “R. W. Wood”, en el que viajaba Damián con un grupo de religiosos de su Congregación, atracó en el puerto de Honolulú el 19 de marzo, festividad de San José, de 1864. Sería imposible para mí explicaros la inmensa alegría de los misioneros ‑escribía Damián a sus padres inmediatamente después de desembarcar‑ cuando se ve el nuevo país que deben regar con su sudor cada día para ganar a estas almas para Dios.
El 21 de mayo del mismo año fue ordenado sacerdote por el obispo Maigret en la catedral de Nuestra Señora de la Paz de Honolulú. Emocionado, tembloroso, con el olor aún de crisma de su consagración, escribe a sus padres: Ya soy sacerdote… Ya soy misionero… Si el Señor está conmigo, no tengo nada que temer y todo lo podré, como San Pablo en Aquél que me conforta… No tengáis la menor inquietud por mí, porque cuando se sirve a Dios, se es feliz en cualquier parte.
Molokai
Su encuentro con Molokai no será inmediato. Durante más de ocho años evangelizará en Puna y Kohala en la isla Hawai. Allí aprenderá la lengua canaca, conocerá íntimamente a su pueblo y será testigo de la continua degradación de sus condiciones de vida. También se degrada aún más, si es posible, la vida en la leprosería Kalawao, situada en la península de Kalaupapa de la isla de Molokai. Los leprosos, muertos en vida, sin fe en la que apoyarse, reciben a los recién llegados con una sentencia: En este lugar no hay ley.
Y efectivamente, así era. El aquí ya no hay ley convierte a los débiles en esclavos y a los niños en juguetes sexuales. La angustia y la desesperación eran compañeras de la enfermedad. Había que ahogarlas en el alcohol y el sexo, por lo que la inmoralidad y la depravación imperaban en aquel cementerio viviente. No fue pura poesía haber llamado a Molokai el paraíso infernal o el pueblo de los locos.
Entre los leprosos
Estando Damián en Kohala, el periódico hawaiano Nuhou hace una llamada a un noble sacerdote cristiano, predicador o hermana que quisiera ir y consolar permanentemente a esos desgraciados, refiriéndose a los muertos vivos, exiliados en Kalawao. Damián se ofrece voluntario para ir a aquel infierno en la tierra, para extender el Evangelio, para dar testimonio del amor y la ternura de Dios a los hombres, sobre todo, a los más pobres y abandonados. Y el 10 de mayo de 1873 llega a la leprosería de Kalawao, acompañado de 50 leprosos que iban a ser recluidos en la colonia, y algunas cabezas de ganado que llevaban para su sustento.
El Padre Damián, primero se vence a sí mismo. Ánimo, José, muchacho, que aquí vas a estar toda tu vida, se alentaba a menudo desde su primer día en Molokai. Vence también la repugnancia de la enfermedad y acaricia a los enfermos; comparte su comida; fuma en las mismas pipas; construye carreteras, orfelinatos, traídas de agua, cementerios y lazaretos; evangeliza, predica y, sobre todo, por encima de todo, ama. Al poco tiempo de estar en Molokai, escribe a su hermano: Esto puede darte una idea de mi trabajo diario. Imagínate una colección de chozas con 800 leprosos. Sin médico. Todas las mañanas después de mi misa, que va seguida siempre de una instrucción, voy a visitar a los enfermos. Al entrar en cada choza, empiezo por ofrecerme a escuchar en confesión. A los que rechazan esta ayuda espiritual no se les niega la asistencia corporal, que se da a todo sin distinción. En lo que a mí se refiere, me hago leproso con los leprosos, para ganarlos a todos a Cristo Jesús.
Su secreto
El secreto de Damián es Jesús, vivir y actuar como Jesús. Es el centro y razón de su vida. Sentirse con Él y Él, confidente y consolador. Un hermoso texto de su cuaderno íntimo explica su vida generosa de entrega: El ver lo que las almas han costado a Jesucristo, debe inspirarnos el mayor celo por la salvación de todo el mundo. Debemos entregarnos a todo cuanto pueda contribuir a la salvación de las almas. Debemos darnos a todos sin excepción. Debemos darnos sin reserva. La medida de nuestro celo es la de Jesucristo.
Desde 1886 a 1873, año en que llega Damián a la leprosería de Kalawao, sobre 797 leprosos internados, habían muerto 311, un 40%. En 1880 escribe el Padre Damián: Desde que estoy aquí, he enterrado a 190 ó 200 todos los años y los que quedan son más de 700. Las estadísticas oficiales dan, para los 17 años de estancia del misionero belga, 3.137 ingresados y 2.242 defunciones. Una media de 2,5 por semana. Murieron cientos ante los ojos del misionero, envueltos en el humo de su pipa para soportar el olor. Ayer por la mañana, después de auxiliar a un leproso en su pequeña jaula, fui a casa como un borracho, no podía tenerme en pie, su aliento fétido había afectado mi cerebro, contó en 1874.
Su fortaleza en Dios
Damián se fue a vivir con los leprosos, a enterrarse con ellos. No sólo convivió con su enfermedad. Convivió también con su pobreza, llegando a ser tan pobre, que no supo que lo era. Llegó al corazón de aquellos seres sufrientes y marginados, porque los tocó, los abrazó con el saludo hawaiano tradicional, conversó con ellos en su propia lengua, vendó sus heridas, amputó cuando fue necesario sus dedos y sus pies, compartió con ellos su pipa, comió el plato de poi, rió con ellos, jugó con sus hijos enfermos, no mostró ningún signo de repulsión ante sus desfiguraciones… Damián fue aceptado por los enfermos de lepra como uno de ellos. Siembro la buena semilla ‑escribió‑ entre lágrimas. De la mañana a la noche estoy en medio de miserias físicas y morales que destrozan el corazón. Sin embargo, me esfuerzo por mostrarme siempre alegre, para levantar el coraje de mis pobres enfermos.
De la diaria adoración del Santísimo Sacramento sacó las fuerzas necesarias. En 1886 escribió: Por ser la Santa Eucaristía el pan del sacerdote, me siento feliz, muy contento y resignado en la situación un tanto excepcional en la que la Divina Providencia me ha colocado… Sin la presencia constante de nuestro Divino Maestro en mi pobre capilla, jamás podría haber perseverado en unir mi suerte a la de los pobres leprosos de Molokai. Él supo desde el primer momento que comenzar no es difícil, sino que la dificultad está en perseverar. Y perseveró aun reconociendo que le costó. Claramente lo dijo: Resulta repulsivo verlos, sin duda, pero tienen un alma rescatada al precio de la Sangre del Salvador. También Él, en su misericordia, consoló a los leprosos. Si yo no puedo curarlos, sí que dispongo de los medios para consolarlos. Confío en que muchos, purificados de la lepra del alma por los sacramentos, sean dignos, un día del cielo. En otra ocasión confesó: La vista de mis queridos leprosos resulta repugnante… Un día, durante la Misa solemne, estuve a punto de abandonar el altar para respirar aire puro; el recuerdo de Nuestro Señor al abrir la tumba de Lázaro me retuvo.
Un leproso más
Ocurrió en diciembre de 1884. Damián sabía desde el verano que estaba leproso y ya la noticia había corrido como la pólvora por todo el archipiélago. Pero en vísperas de la Navidad, todavía su cuerpo no mostraba las infames señales. Viajó desde Molokai a Honolulú, en una de sus escapadas de la leprosería. El viaje le había fatigado y, en el convento, alguien se preocupó de que le prepararan un baño caliente para sus cansados pies. Damián metió el pie izquierdo en el balde de agua hirviente y no sintió dolor alguno. Al partir de aquel momento pudo decir: nosotros los leprosos. Esta frase atravesó como un dardo de amor al corazón del pueblo más miserable de la tierra. A la terrible sentencia En este lugar no hay ley, Damián opone su Nosotros los leprosos que le acompañará hasta la muerte. En una carta al padre Fouesnel escribió en octubre de 1885: Estoy leproso. ¡Bendito sea el Buen Dios!
Cuando el Gobierno propuso pasarle un sueldo, él se rebeló: Aunque me ofrecieran todos los tesoros de la tierra, no permanecería ni cinco minutos en esta isla de Molokai. Lo que me sujeta aquí es tan sólo Dios y la salvación de las almas.
Muerte
Después de cuatro terribles años de sufrimiento, con el cuerpo totalmente llagado, el 15 de abril de 1889 moría el Padre Damián en Molokai como un leproso más. Antes de morir pronunció estas palabras: ¡Qué dulce es morir hijo de los Sagrados Corazones! Por la herida del costado abierto, Jesús había mostrado la causa verdadera de su muerte: su Corazón. Fue también el amor, más que la lepra, quien llevó a Damián temprano a la muerte.
FUENTE:
http://anecdotasycatequesis.wordpress.com/2010/04/15/el-santo-leproso-san-damian-de-molokai/
https://sites.google.com/site/signosdedios/san-damian-el-apostol-de-los-leprosos
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